El retiro continuaba mientras que yo trabajaba en el jardín al lado de los monjes y otros participantes. Tuve la oportunidad de poner en práctica el amor benevolente durante todo el día, así lavé los platos y las paredes, y barré el piso. Todo llegó a ser una meditación de felicidad y participación comunal. Los monjes eran ejemplos perfectos quienes nos guiaban con palabras tiernas, recuerdos suaves, y ejemplificando la serenidad en acción.
Al final del quinto día, sin embargo, mi corazón pesaba anticipando la visita a mi papá por primera vez desde su diagnosis. En la oscuridad iluminado por una vela, me preparaba para acostarme frente al altar del Buda, con la imagen de Kanzeon, la madre de compasión, a su izquierda, mientras que yo oraba por consejo: “Por favor, querido Buda, guíame en el camino de la serenidad. Enséñame lo que necesito saber para servir. Déjame ser tu mano de confort.” Me cerré los ojos para dormir.
La mañana del sexto día me desperté con una inexplicable ligereza en el corazón. Después de las meditaciones matutinas, comenzamos nuestra jornada de trabajo. Todo me parecía tener un suave fluir de energía, muy natural y sin gran esfuerzo.
Quité el polvo de las paredes exteriores del templo mientras imaginaba que yo estaba quitando el polvo de mi corazón. Luego arranqué las malas hierbas del jardín mientras disfrutaba el sol al trabajar juntos, de vez en cuando me enderezaba para admirar la gama de colores y texturas que bailaban frente a mis ojos.
“Qué bello,” pensé, “Todo es tan perfecto, esta gente, este lugar, este ritmo de vida. Tal vez esto es lo más importante, amar cada momento y a cada persona de esta forma, simplemente hacienda lo que hay que hacer aquí y ahora, valorándonos el uno al otro, y abriéndonos a la paz, es todo lo que se necesita hacer.”