Seguí mirando en silencio a la gente a mi lado. Una en particular me parecía muy tranquila y en paz. Era alta y muy etérea, tanto como una princesa de hadas. Con cuidado se movía por el jardín, limpiaba, arreglaba, y arrancaba las malas hierbas.
Me pregunté quién era. No nos habíamos hablado durante todo el retiro, al mantener la regla de silencio para que nuestras mentes pudieran aquietarse y volver la atención hacia adentro. Me pregunté qué la había traído aquí. ¿Había encontrado lo que buscaba, su propio refugio? ¿Qué llevaría de aquí cuando saliera?
Luego durante la comido, me encontré sentado enfrente de ella. Comimos en silencio, cada plato pasado de una persona al otro acompañado con gasshos de reverencia. Qué apreciado me sentía en la forma que la gente me pasaba los platos siempre con una ligera y cariñosa sonrisa y un amable ademán de reverencia.
Pensé, “Guau, qué lindos. Son un tesoro. Estos que parecen extraños se me han metido en mi corazón con su benevolencia. Aunque hemos hablado poco durante la semana, me siento como si fuéramos amigos desde siempre. Me siento tan apreciado por ellos.”
Terminamos la comida y esperábamos la señal del monje para levantarnos. El comedor se tornó callado. Desde arriba por las ventanas, el sol corría sobre la mesa. Levanté la cabeza, viendo el Monte Shasta en la distancia que nos vigilaba. En ese momento, la hada princesa delante de mí sacó de su bolsillo un pedacito de chocolate envuelto en papel dorado y lo puso con cuidado justo frente a mí.
“Para quién es esto?” me pregunté. Miré a sus ojos. Me sonrió como para decir, “¡Pues, claro, es para ti!” De repente me sentí como un niño de cinco años que extiende la mano con timidez para agarrar un obsequio. Lo tomé y lo metí en el bolsillo de mi camisa, con un guiño del ojo para reconocer su amabilidad. Ella inclinó la cabeza con un gesto de gassho y sonrió.
Mientras que nos levantábamos para salir, pensé, “Que amable. Aunque no la conozco, nunca nos hemos hablado, y aun cuando no busca nada de mí, no tenía ninguna razón hacer lo que hizo, sin embargo, me ofreció este obsequio.” Supuse que ella vio que yo estaba un poco pensativo y quería animarme e hizo lo que es natural, como una madre para su niño. Como resultado, me sentía una apertura de inocencia en el corazón.
Acepté esta bondad con aprecio y asombrado por su sencillez. En el camino de regreso a la sala de meditación, desenvolví el pedazo de chocolate envuelto en papel dorado, lo dejé derretirse lentamente en la boca, mientras saboreaba su dulzura en la lengua, seguía contemplando este acto de benevolencia y dejaba que su lección derritiese en mi corazón, y de la misma forma, mi corazón comenzó a derretirse en lo Divino.