Me acosté en el colchón para el descanso de la tarde. Miré arriba a la cara del Buda, luego a la cara de Kanzeon. La simplicidad pura de este obsequio de benevolencia seguía penetrándome al corazón. Cerré los ojos e imaginé la mano de Kanzeon abriéndose para mí, entregándome lo que yo necesitaba tanto, este regalo de amor benevolente. Comencé a sentir lágrimas correr por mis ojos, deslizándose por las mejillas y caer finalmente en mi almohada.
Me di cuenta de que estaba llorando por felicidad. Me quedé allí varios minutos, sentía como las lágrimas limpiaban mi corazón y derretían al yo chico interior. “Así,” pensé, “esto es la Naturaleza Búdica. Esto es lo que significa Kanzeon.”
Me sentí como si estuviera en un abrazo cariñoso, como un niño envuelto en los brazos de su mamá, cerca de su corazón. Me di cuenta de que estos actos de bondad son manifestaciones de la Bodhisattva, Kanzeon. Ella nos da sin expectativa. La pura verdad en este simple gesto es la esencia de la curación, el acto de dar. Le di gracias a Kanzeon por este obsequio, porque sabía ya el próximo paso que debería dar en mi camino espiritual.
Volé a Kansas City, Missouri, en Los Estados Unidos, para visitar a mis papás. Desde Guadalajara, México le llevé a mi mamá un hermoso rebozo blanco pintado a mano. La cubrí sus hombres suavemente y luego la abracé. Ella brilló con agradecimiento. Le sonreí, porque sabía que lo llevaría puesto en la primera oportunidad que tuviera a su reunión dominical en la iglesia, pavoneándose con orgullo por su hijo que acaba de traerla este regalo lindo desde tan lejos.
En los días posteriores, la observaría cuidar a mi papá, vestirlo, protegerlo, y darlo de comer. Podía ver lo mejor de ella como ser humano, una mujer con la capacidad y un esfuerzo tremendo para hacer lo necesario para su querido esposo, a pesar de la incomodidad, preocupación, y estrés que la causaba. Como la persona principal en el cuidar de mi papá, ella encarnaba dedicación y amor incondicional.
Luego volteé a mi papá. Allí estaba, debilitado por su enfermedad. “¿Me reconocería?” me pregunté. Le envolví en mis brazos y lo abracé fuertemente. Me parecía un poco desorientado al principio, pero me miró a los ojos, sonrió, y pronunció mi nombre. Nos sentamos juntos por un rato.
Aquí estaba el hombre que había sido tan importante para su comunidad, el gran abogado de renombre, el que había peleado las grandes batallas en los tribunales, ganándose una buena reputación y el respeto de su comunidad. No obstante, ahora se veía debilitado en mente y cuerpo, luchaba para encontrar unas pocas palabras, mientras sus manos temblaban.
Luego durante el desayuno, derramó su café sobre su regazo. “Por Dios,” dijo impulsivamente, y miró al cielo e imploró ayuda divina que pudiera intervenir en su beneficio, al darle la paciencia para continuar luchando por mantener algún vestigio de dignidad.
Esta enfermedad le había quitado su trabajo, su orgullo, su poder y esfuerzo. Ya hasta le costaba tanto esfuerzo sólo para levantar una taza de café. Le extendí mi brazo, y puse mi mano sobre la suya para estabilizarlo. “¡Qué cambio!, pensé, “Los papeles están al revés. Cuando yo era niño él me había ayudado a comer y beber, al tomar mi mano en la suya para estabilizarla también. Y ahora hago lo mismo para él.”